Por Kervy Robles y Camilo Montoya-Galvez
GERMANTOWN, Maryland, EE.UU. — Es casi medianoche. José Santos Claros acaba de regresar a su pequeña casa en esta comunidad suburbana en las afueras de Washington D.C. después de un agotador día de trabajo. Aunque visiblemente cansado, el jornalero salvadoreño considera que esta ardua rutina es relativamente fácil en comparación a la nefasta experiencia de llegar a los Estados Unidos.
José atravesaba el sur de México dentro de un camión abarrotado por otros 95 inmigrantes, que apenas había cruzado la frontera con la vecina Guatemala, cuando el salvadoreño se encontró cara a cara con la muerte. A pesar de que más de una década ha transcurrido desde que embarcó en este peligroso viaje, el inmigrante de 55 años de edad recuerda con claridad la aterradora sensación que padeció cuando el camión dio una brusca y repentina vuelta. Mientras transitaba un zona montañosa cerca de Tuxtla Gutiérrez; la capital del estado de Chiapas y una parada común para inmigrantes centroamericanos que parten hacia los Estados Unidos; el conductor del vehículo no logró detenerse al aproximar una curva. El camión se volcó en un barranco que según José tenía 200 metros de profundidad; descarrilando así los sueños de casi 100 inmigrantes.
En el primer impacto con el profundo precipicio, José y un par de otros inmigrantes lograron escapar de esta trampa mortal en movimiento. El originario de El Salvador, con el rostro ensangrentado y el cuerpo adolorido, fue testigo del interminable descenso del camión. Cuando finalmente se detuvo, los escalofriantes ecos anunciaban la tragedia. “Todo el mundo estaba gritando”, el jornalero recordó.
José dijo que el accidente mató a varios inmigrantes; mientras que el resto, incluido él mismo, sufrieron heridas, siendo trasladados a un hospital local por las autoridades mexicanas. Después de ser dado de alta, José fue deportado por segunda vez en un período de pocas semanas. Su primer intento; en noviembre de 1998, poco después que el Huracán Mitch devastara su natal El Salvador y una amplia franja de Centroamérica, causando más de 11.000 muertos; tampoco tuvo éxito, con José detenido en el estado mexicano de Tabasco.

Después de que su segundo intento de pisar suelo estadounidense fracasara, José regresó a su hogar en una aldea a las afueras de Jucuapa, un pueblo en el sureste de El Salvador. Allí lo esperaban su esposa Lucía Saravia, ahora de 55 años, y sus cuatro hijos; quienes deseaban que la cicatrices en su rostro lo convencieran de quedarse con ellos. “Yo le dije que no se vaya. ‘Porque imagínate, si no te moriste en esta, en la otra te vas a morir’”, Lucía recordó haberle dicho.
Sin embargo, la alarmante situación económica y las escasas oportunidades de empleo en su país natal lo impulsaron a intentar nuevamente. En marzo de 1999, tan solo 22 días después de su cercana experiencia con la muerte en el sur de México, José abordó un autobús hacia Huehuetenango, el sitio de un antiguo asentamiento maya y una ciudad en el oeste de Guatemala conocida por sus exportaciones de café. Ya en este lugar, el inmigrante salvadoreño se dirigió a una área próxima a la frontera con México, donde un camión vino por él y otros 60 inmigrantes.
El aire estaba caliente y denso. Atestado y con una sola fuente de oxígeno, el camión era un infierno sofocante abrumado con sudor, ansiedad y una sensación de esperanza que se deterioraba gradualmente. “Yo no venía bien, le pedí a Dios para poder aguantar el calor”, José recordó. Los numerosos puestos de control policial exacerbaron su desesperación y obligaban a José y a sus compañeros inmigrantes a mantener un silencio casi imposible, mientras los oficiales golpeaban el remolque con sus macanas para asegurarse que llevaran lo que se suponía: productos y no seres humanos.
Después de una breve parada en la ciudad de Puebla, este grupo alcanzó una área cerca a la frontera con Arizona, la cual decidieron cruzar a pie. Una noche, mientras el resto dormía en un campamento improvisado, José, cuyo persistente escepticismo lo privó de descansar, percató a las autoridades mexicanas rodeando el conjunto. Al ver que todos fueron detenidos, el inmigrante salvadoreño, por un instante, creyó que su tercer intento había encontrado un destino similar y desafortunado como los dos anteriores.
Un gran número de inmigrantes pertenecientes a este grupo fueron deportados a sus países de origen, pero José consiguió permanecer en territorio mexicano, para que después caminar por el árido desierto fronterizo una vez más. En esta ocasión, el inmigrante salvadoreño sí llegó al otro lado.
Aunque el plan original era viajar de Arizona a Carolina del Norte para reunirse con un familiar, la persona encargada de llevarlo a dicho encuentro no logró llegar tan lejos como él, forzando José a buscar trabajo en otro lugar. Su cuñado, que vivía en California, lo recogió y ayudó a establecerse en Los Ángeles, donde trabajó en el área de construcción por dos años. A lo largo de este ciclo, el salvadoreño ahorró suficiente dinero para pagar los 5.000 dólares que debía a los coyotes como resultado de su primer intento fallido de cruzar hacia territorio estadounidense. Sin embargo, un bajo salario le impidió culminar los miles que aún tenía por pagar; aunque lo más lamentable fue que José se vió incapaz de seguir sustentando a su familia. En el 2001, José y su cuñado se mudaron a Germantown, donde reside hasta la fecha. Ese mismo año, pudo solicitar y obtener el Estatus de Protección Temporal, o TPS, por sus siglas en inglés, que el gobierno estadounidense ofreció a sus compatriotas luego que un par de terremotos estremecieran El Salvador, matando alrededor de mil personas y paralizando aún más la economía nacional; una calamidad que José presenció a través de la televisión.
A través de emotivas llamadas telefónicas, la esposa de José narraba la situación en su país, la cual, año tras año empeoraba cada vez más. La clase trabajadora de El Salvador, que ya luchaba con décadas de inestabilidad política y económica y a su vez se recuperaba de un conjunto de desastres naturales, comenzaba a ser víctima de un flagelo cruel y despiadado que se ha convertido en sinónimo de la pequeña nación centroamericana: la violencia de pandillas. Durante las últimas décadas, El Salvador se ha transformado en uno de los paises mas peligrosos del hemisferio occidental, encabezando constantemente la lista de altas tasas de homicidios para una nación que no se encuentra en guerra. Una rivalidad sangrienta entre dos bandas transnacionales, la Mara Salvatrucha, o MS-13, y Barrio 18, ha catalogado a El Salvador como un epicentro de asesinatos extrajudiciales, extorsiones, violaciones, violencia de género, tráfico de drogas y armas y el contrabando de personas.
Pero la contienda de pandillas que ha atormentado a El Salvador durante los últimos años solo es un capítulo de un ciclo crónico de violencia que ha envuelto a la nación desde el siglo XX. Entre 1979 y 1992, una guerra civil entre un régimen militar de derecha respaldado por los Estados Unidos y guerrillas de izquierda mató a más de 75.000 personas, según el Centro por Justicia y Responsabilidad, una organización internacional que aboga por los derechos humanos. Debido a esta violencia desenfrenada, abusos de derechos humanos y el reclutamiento de niños soldados, muchos salvadoreños huyeron a los Estados Unidos.
Entre 1980 y 1990, la población salvadoreña en los Estados Unidos aumentó sustancialmente, de 94.000 a 465.000 inmigrantes, según el Instituto de Política Migratoria. Fue durante este período que MS-13 y Barrio 18 se formaron en vecindarios de la ciudad de Los Ángeles con un gran número de inmigrantes mexicanos y centroamericanos. Después que el gobierno estadounidense deportara a muchos miembros de estas pandillas a sus países de origen, las redes criminales que dirigían en los Estados Unidos comenzaron a surgir en Centroamérica, particularmente en El Salvador, Honduras y Guatemala. Al no tener una vía para reintegrarse en la sociedad, los deportados volvieron a los senderos de la criminalidad.
Estas sanguinarias organizaciones criminales, que tienden a reclutar jóvenes desempleados que no son absorbidos por la frágil estructura social de la nación, han transformado fundamentalmente a la sociedad salvadoreña; una en la que vestir la camiseta equivocada puede incluso hasta matarte.
La zona rural alrededor de Jucuapa, un pueblo en el departamento de Usulután con un poco menos de 20.000 habitantes, donde Lucía y sus cuatro hijos residían mientras José laboraba cargando ladrillos en los Estados Unidos, no se salvó de esta cultura de violencia y coerción. “Dos veces recibí cartas, que si no daba el dinero me iban a llevar un hijo o se iban a llevar a mi papá, o se iban a llevar a mi mamá”, Lucía dijo, refiriéndose a los supuestos pandilleros que le enviaron numerosas cartas durante años y de quienes ella sospechaba podrían haber sido sus propios vecinos, ya que sabían con quién ella vivía.
Al reconocer la precaria coyuntura en la que su familia se encontraba, así como el perjudicial futuro que El Salvador sostenía para sus cuatro retoños, Lucía decidió unirse a su esposo en los Estados Unidos, emprendiendo un viaje semejante y arriesgado a través de cuatro fronteras internacionales. En el 2004, la madre salvadoreña llegó a la frontera entre los Estados Unidos y México después de un viaje en autobús de 12 horas por Centroamérica. Durante tres días y tres noches, Lucía atravesó el desierto con la ayuda de un coyote, para finalmente cruzar el Río Grande en un neumático recompuesto.

Aunque su condición física se vio severamente afectada y su vida bajo un inmediato riesgo, la preocupación más apremiante para Lucía nunca dejó de ser: traer a sus hijos más pequeños a los Estados Unidos.
“Yo lloraba por mis hijos. Yo decía ‘¿mis hijos comerán o no comerán?’ Pero, venía con esa fe en Dios. Yo sentía que Dios me hablaba y me decía que soportara, que me esforzara”, la madre salvadoreña comentó. “Sentía esa fe que íbamos a estar juntos”.
Lucía pisó suelo estadounidense en el 2004; año en el que se registró 2.933 homicidios en El Salvador, según el Instituto de Medicina Legal del país.
Su llegada a los suburbios de Maryland en las afueras de la capital de la proclamada tierra de las oportunidades, alivió la dolorosa soledad que José llevó a lo largo de esos cinco años. Lucía trabajó incansablemente durante meses después de encontrar un trabajo de limpieza, con la intención de ayudar a su esposo a reunir suficiente dinero para traer a sus hijos a los Estados Unidos.
Sin embargo, después de un año de largas y arduas jornadas laborales, la pareja solo logró ahorrar dinero para financiar dos de estos viajes sumamente costosos. Fue una difícil situación, pero decidieron que los primeros en venir, deberían ser los mayores.
Con 16 y 12 años de edad, Jonathan y Fátima Claros Saravia pisaron suelo estadounidense en el 2005; año en el que se registró 3.825 homicidios en El Salvador.
En los Estados Unidos no solo les esperaba un cálido y afectuoso abrazo, sino también un hogar que sus padres habían comprado después de muchos años de dedicación, perseverancia y trabajo duro. A pesar de una sensación de alivio con cuatro miembros de la familia instalados en esta humilde casa de dos pisos, la situación permanecía agridulce ya que aún echaban de menos a dos de los miembros más importantes de su equipo. Dos jugadores que, sumergidos en la nostalgia, ansiaban unirse a ellos.
“Siempre yo los llamaba los fines de semana y siempre estaban llorando. Yo les preguntaba, ‘¿por qué lloran?’ y ellos me decían, ‘porque queremos ir a la cancha y mi abuelita no nos deja ir’. A ellos les encanta ir a la cancha”, Lucía enfatizó, recordando las llamadas telefónicas que tenía con sus dos hijos menores mientras permanecían en El Salvador. “Tengan paciencia que un día estarán aquí, haciendo los que les gusta: en el fútbol y estudiando”.
José y Lucía eran conscientes que su natal El Salvador no poseía los mismos recursos necesarios para construir un futuro exitoso para sus hijos menores como en los Estados Unidos, donde estaban seguros de que un día ellos podrían recibir una educación universitaria y convertirse en futbolistas profesionales.
Una vez más, los padres salvadoreños trabajaron horarios exigentes para ahorrar dinero. Esta vez, sin embargo, les tomó más tiempo de lo que habían previsto. De hecho, la reunificación de esta familia asemejó una temporada prolongada; una que duró 10 años, hasta que José y Lucía pudieron traer a los pilares de su equipo.
Con 14 y 11 años de edad, Diego y Lizandro Claros Saravia pisaron suelo estadounidense en el 2009; año en el que se registró 4.401 homicidios en El Salvador, según la Fundación para la Democracia, Seguridad y Paz, una organización sin fines de lucro.
II: “Estaba logrando el sueño americano”
José es un hombre que transmite un aura de paciencia y serenidad, pero durante la noche que pasó en el Aeropuerto Internacional John F. Kennedy en septiembre del 2009, se sintió abrumado por la ansiedad. Entre la emoción de poder finalmente ver a sus hijos, también surgía la preocupación de no verlos entre la multitud de los recién llegados. El tablero de arribos indicaba que el avión había aterrizado, pero Diego y Lizandro no aparecían. La intriga se hacía grande mientras José sostenía una foto de sus niños pequeños para asegurarse de que pudiera identificarlos después de una década de separación. “¿Dónde están mis hijos?”, José recordó haberse preguntado.

Al detectar su desespero, un oficial de la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza se acercó y le preguntó si estaba esperando a alguien. Después de mostrarle aquella fotografía al agente, el padre salvadoreño fue escoltado a un cuarto donde dos jóvenes estaban detenidos. Al ver a la pareja de temerosos muchachos, José no necesitó la fotografía para reconocerlos; pues diez años se esfumaron con las miradas correspondidas.
Después que los muchachos confirmaron de que el hombre con el somatotipo de un carrilero infatigable era en verdad su padre, los oficiales de inmigración le pidieron a José que saliera del cuarto. Uno de los agentes, con una mirada de desaprobación, se dirigió hacia el inmigrante salvadoreño. “¿Sabes que puedo llevarte a la cárcel? ¿Sabes que es un crimen traer personas aquí ilegalmente?”, el oficial preguntó, según José.
La tonalidad del interrogatorio provocó una actitud atípica en José que desencadenó una respuesta rápida y desafiante. “Sí, es un delito. Pero ellos son mis hijos. Y por mis hijos, haré todo lo que sea necesario. Si me van a matar, me van a matar por ellos. Pero yo no los voy a dejar botados en ningún lugar. Y si por ellos voy a ir preso, no me importa”.
Diego y Lizandro viajaron usando pasaportes y visas fraudulentas; algo que José y Lucía dijeron desconocían cuando pidieron al amigo de un familiar que trajera a sus hijos menores a los Estados Unidos. José, quien llegó solo al aeropuerto, fue interrogado durante horas, mientras sus hijos permanecían bajo la custodia de oficiales de inmigración. A la mañana siguiente, el obrero salvadoreño finalmente pudo estar con sus hijos, quienes inmediatamente se inculparon por lo sucedido. José recuerda que un aprensivo Diego le preguntó, “Papá, ¿nos van a regresar a todos por nuestra culpa?”
José dijo que las autoridades de inmigración le informaron que, debido a que eran menores de edad, Diego y Lizandro iban a ser liberados con la condición de que se presentaran ante un tribunal migratorio.
Después de un emotivo reencuentro con Lucía; quien además de ser una fuente de amor maternal incondicional, servía como el sostén para con los sueños de Diego y Lizandro; los cuatro miembros de la familia regresaron a Germantown, en el condado de Montgomery en Maryland, donde Fátima y Jonathan esperaban por ellos. Los miembros de la familia Claros ahora estaban en una casa que se compró con la esperanza de que un día estuvieran juntos; una esperanza que tardó 10 años desde la llegada de José a los Estados Unidos para que se concretara.
A pesar de vivir en un humilde hogar de clase trabajadora, durante los siguientes años, estos dos hermanos, que huyeron de la pobreza y la violencia en Centroamérica, crecieron en un acomodado suburbio de Maryland caracterizado por su afición al deporte de lacrosse. Diego y Lizandro, quienes habían construido un vínculo inquebrantable durante su estancia en El Salvador, se encontraron con diversas barreras al intentar adaptarse al diferente estilo de vida de los Estados Unidos, especialmente cuando se trataba de aprender inglés. “Era un país completamente diferente al que nacimos y lo más difícil fue el idioma. Sin saber el idioma, no puedes hacer amigos,” dijo Lizandro, ahora de 19 años.
Después de unos días en salones de clase donde recitaban el juramento a la bandera todas las mañanas, los hermanos; Lizandro matriculado en el colegio de primaria y Diego en secundaria; descubrieron que la escuela era un valioso centro de adaptabilidad, uno que facilitó su aprendizaje del inglés y su transición a la cultura estadounidense.
Sin embargo, José enfatizó que aún le preocupaba la nostalgia y la angustia inicial que sus hijos más pequeños sentían, y que esos sentimientos pudieran convertirse en impedimentos contra sus esfuerzos para lograr sus sueños. José descubrió que los mejores antídotos para estas sensibilidades eran unos muy familiares: zapatos de fútbol y un par de espinilleras. “Quería que estuvieran ocupados con el fútbol para mantenerlos alejados de cosas malas,” dijo el padre salvadoreño.

En la cúspide de la adolescencia de Diego y Lizandro, el fútbol reinó en casa de los Claros. Durante los fines de semana, José reemplazaba el overol de construcción, por un uniforme de árbitro y un silbato de color. Jonathan, el hermano mayor, era un defensor de ligas locales mejor conocido por su duro estilo de juego. Mientras que Fátima, su afable y maternal hermana, era una pieza esencial en el esquema defensivo de su equipo. Y aunque ella no competía, su madre Lucía solía brindar motivación, instrucciones y críticas feroces, pero constructivas y dignas de un técnico.
Y fue el fútbol, precisamente, lo que consolidó el lazo entre los dos hermanos salvadoreños. Después de graduarse de la escuela primaria, Lizandro se unió a su hermano en la secundaria Quince Orchard High School, ubicada en la pequeña ciudad de Gaithersburg, al este de Germantown, donde se convirtieron en compañeros del conjunto estudiantil, liderando la línea defensiva como centrales. Rápidamente, Diego y Lizandro formaron un muro impenetrable delante de su guardameta, jugando un papel sobresaliente en la conquista de un torneo estatal. A lo largo de esta notable e inolvidable campaña, los padres de estos jóvenes prospectos se convirtieron en sus más fieles seguidores. “No importaba como era el clima, estuviera frío, estuviera caliente, teníamos el apoyo de nuestros papás”, mencionó Diego, ahora de 23 años, en un tono evocador. “Las únicas voces que escuchábamos eran cuando mis padres gritaban. Todo lo que se podía escuchar era ‘¡dale Chino!’ y ‘¡dale Licha!’”
Estos fervientes cánticos; en los que se le asignaba a Diego el sobrenombre de Chino por la forma de sus ojos y a Lizandro el de Licha porque, según ellos, decir su nombre original era una tarea difícil de cumplir; servían como combustible para que los hermanos exhibieran su distinguido talento.

En la temporada siguiente, Licha tenía un nuevo compañero en la zona central, después que Chino se graduara de la escuela secundaria para integrarse a las filas del Hagerstown Community College. A través de una beca, a Diego se le otorgó la oportunidad no solo de jugar al fútbol colegial, sino de obtener un título de ingeniería. Pero este sueño se esfumó, en lo que se esfuman tres minutos añadidos a poco de culminar un juego, debido a una conmoción cerebral que Chino sufrió en noviembre del 2015. El defensor salvadoreño, desmoralizado y sin una fecha de retorno al terreno de juego, decidió dejar los libros atrás y aventurar en el campo de los neumáticos.
Cuando se sintió listo para regresar, tanto en el campo como en el salón de clase, después de una prolongada recuperación, Diego descubrió que ya no tenía una beca para pagar la matrícula. Luego de este revés, el defensor, ahora sin continuidad deportiva, decidió que su prioridad era aliviar parte de la carga financiera de su familia. Mientras trabajaba en la restauración de autopartes, Diego se unió a su padre y hermano en proyectos de construcción, derribando muros y colocando sheetrock los fines de semana.

Durante este tiempo de profundos cambios en la vida de Chino, su hermano Licha continuó destacándose en su equipo de la escuela secundaria con excelentes actuaciones. Sus distinguidas habilidades atléticas y su excepcional compresión del juego lo llevaron a los campos de entrenamiento del Bethesda Soccer Club, una de las academias más prestigiosas del noreste de los Estados Unidos. Un joven Lizandro, vestido con los colores azul marino y blanco del club, llegó a su primera sesión de entrenamiento mostrando un evidente nerviosismo. “Apareció como un joven callado de 14 años y se convirtió en un centrocampista agradable y ruidoso con una gran personalidad”, dijo Matt Ney, quien fue entrenador de Lizandro en ese momento, después de liderar a su actual equipo sub-16 a una impresionante victoria en condiciones frígidas contra un equipo juvenil de D.C. United.
Poco después de integrarse a esta academia de élite, Lizandro se consolidó como un líder indispensable en el campo, ganándose un lugar en las listas de diferentes divisiones juveniles. Ney enfatizó que el estilo de juego de este joven prospecto salvadoreño era caracterizado por su destreza área, agresiva anticipación e impresionante manejo de balón, y semejaba al de los defensores de clase mundial, particularmente a John Terry, el legendario ex capitán del Chelsea F.C. y el defensor con más dianas en la historia de la Premier League.
La metamorfosis de Lizandro, quien pasó de ser un adolescente fornido y tímido a una figura eminente de la línea defensiva del Bethesda Soccer Club, no fue fácil; y así lo demuestra uno de sus recuerdos más preciados en el campo.
En una intensa contienda ante un feroz rival, Lizandro, con su conciencia táctica y madurez en el juego aún en desarrollo, cometió dos faltas dentro del área, otorgando al lado contrario dos celebraciones dolorosas de observar. Fue una pesadilla de partido para el joven defensor salvadoreño, y una que él esperaba le generaría un lugar permanente en el siempre desmoralizador banco de suplentes. Sin embargo, el estímulo de su entrenador Ney galvanizó al centrocampista desilusionado. Lizandro fue tomando en cuenta en la alineación inicial para el próximo juego contra un cuadro juvenil del FC Dallas, y recuerda haber sido uno de los mejores partidos de su prometedora carrera.
“Lizandro es un zaguero ejemplar. Tiene habilidades técnicas, es un gran comunicador y líder. Es duro como el acero. Agregamos todas estas cualidades y no hay nadie quien prefieras tener como base de tu columna vertebral como entrenador”, Ney indicó con una mirada melancólica.

La combinación de estas características formaron a uno de los prospectos más relevantes en la nación, según Ney. Lizandro llamó la atención de muchos cazatalentos en la parábola universitaria, recibiendo un gran número de becas para integrar las mejores instituciones del sistema educativo estadounidense. Con la fecha de graduación a la vuelta de la esquina, Licha decidió aceptar la oferta de Louisburg College, una universidad privada en Carolina del Norte, y así seguir su carrera futbolística y académica. “Con la beca que me había ganado para ir a estudiar, ya me sentía como que estaba logrando el sueño americano”, dijo Lizandro.
Este sueño, sin embargo, se vio prontamente amenazado por un problema que perturbaba a la familia Claros desde aquella noche en el Aeropuerto Internacional John F. Kennedy: el estatus migratorio de los hermanos.
Después de su arribo en territorio estadounidense, Diego y Lizandro tuvieron que asistir a múltiples citas con la Oficina Ejecutiva de Revisión de Casos de Inmigración del Departamento de Justicia, agencia responsable de adjudicar casos de inmigración en todo el país. José y Lucía contrataron a diferentes abogados para representar a sus hijos menores y así asegurarse de que pudieran permanecer en los Estados Unidos. En noviembre del 2012, Licha y Chino recibieron una orden de deportación y al año siguiente, puestos bajo una orden de supervisión, la cual restringía sus viajes fuera de Maryland y a su vez, exigía que se presentaran periódicamente ante oficiales del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas, o ICE, por sus siglas en inglés. Bajo dicha orden, los hermanos pudieron solicitar y, finalmente, obtener autorizaciones de trabajo.
En mayo del 2013, a Diego y Lizandro se les otorgó una suspensión de deportación, que permaneció vigente por un año. Pero cuando solicitaron dos suspensiones adicionales, ambas fueron negadas, según lo confirmó un vocero de ICE. Por este motivo, la familia Claros y sus asesores legales depositaron toda su fe en la expansión del programa de Acción Diferida para Llegados en la Infancia, o DACA, por sus siglas en inglés, instituido por el entonces presidente Barack Obama a través de una orden ejecutiva en el 2012. Sin embargo, la expansión, que habría beneficiado a Chino y Licha, fue bloqueada por una decisión judicial después de que algunos fiscales estatales republicanos presentaran una demanda en su contra; una decisión que finalmente fue confirmada por un empate de 4 a 4 en la Corte Suprema de los Estados Unidos en el verano del 2016.
Debido a que Lizandro y su hermano permanecían bajo una orden de supervisión, se les exigió informar sobre cualquier viaje fuera de Maryland. Por ello, cuando Lizandro recibió y aceptó una oferta de beca del Louisburg College en el verano del 2017, el más joven de los centrales salvadoreños envió una copia de la propuesta a las autoridades migratorias. Los hermanos creían que era importante mantener a la agencia informada ya que Diego pensaba mudarse con Lizandro para ayudarlo a pagar parte de la pensión que no era abonada por la beca. La próxima cita con las autoridades migratorias estaba programada para el 16 de agosto, pero Licha tenía pactado visitar la escuela en Carolina del Norte antes de esta fecha. La cita fue anticipada al 28 de Julio.
Como lo habían hecho en distintas oportunidades a lo largo de su estadía en los Estados Unidos, Diego y Lizandro fueron a hablar con los oficiales de inmigración en Baltimore, en gran parte despreocupados y con un considerable nivel de optimismo. Debido a que no preveían nada alarmante o significativamente diferente acerca de esta cita, la pareja de centrales le comunicó a su padre que no había necesidad de que este faltara al trabajo y los acompañara.
“Esa fue la primera vez que no fui con ellos. Y se fueron solos”, comentó José, palpando sus piernas con una voz que albergaba una tristeza inconsolable y una culpabilidad otorgada por sí mismo. “Esa fue la única vez que no fui con ellos”.
III: “Ese día quedaron atrás todos los sueños que tenía”
En esta lluviosa tarde de viernes, los hermanos junto con su abogado Nick Katz de CASA de Maryland, un importante grupo defensor de inmigrantes, le informaron a los agentes de ICE sobre la intención de Lizandro de trasladarse al condado rural de Franklin en Carolina del Norte para empezar sus estudios de licenciatura y una prometedora carrera de fútbol universitario. Al llegar, según Katz, los oficiales dijeron que ambos hermanos debían ser procesados como adultos, ahora que cumplían con la mayoría de edad. “Creo que no había indicios de que esto fuera a ser diferente de cualquier cita previa en la que han estado, en un período de años. Y por supuesto, las cosas cambiaron drásticamente,” Katz dijo.
A medida que transcurría el tiempo y los hermanos permanecían en el cuarto con los agentes, el joven abogado ya anticipaba el posible escenario. Mientras tanto, en Germantown, una angustiada Lucía hacía varias llamadas telefónicas y enviaba múltiples mensajes de texto; los cuales no recibieron respuesta alguna por parte de sus hijos.
“Nos metieron en un cuarto como dos horas y ya después salieron y nos dijeron que no nos podían dejar ir. Que no me podía ir a otro estado y que por esa razón, era mejor que nos iban a deportar”, Lizandro recordó.

Katz fue informado que los agentes de ICE iban a detener a los hermanos con el propósito de deportarlos a su país de nacimiento, El Salvador; y que paradójicamente, el catalizador fuese que Lizandro estaba, ahora más que nunca, tan cerca de lograr el objetivo más importante de su vida: el sueño americano.
El abogado dijo que la decisión inesperada de los agentes de inmigración de tomar bajo custodia a los jóvenes salvadoreños estaba en gran medida establecida en el hecho de que la agencia consideraba que los planes de Lizandro para estudiar en Carolina del Norte sugerían que los hermanos no tenían la intención de regresar a El Salvador. “[Los agentes de ICE] dijeron que serían negligentes si no los tomaban bajo custodia y los deportaban”, dijo Katz.
Durante los siguientes cuatro días, los dos talentosos zagueros fueron expulsados, no solo del terreno de juego, sino también de su hogar y su familia. Su detención, la cual asemejaba una sanción injusta de varios partidos, amilanó y desconcertó a los hermanos, quienes dijeron que no habían hecho nada malo. Ya no dormían en la habitación que compartían en el segundo piso de su humilde casa en el tranquilo y verde pueblo de Germantown, sino en una fría y solitaria celda en Baltimore. Sus uniformes ya no consistían en calcetines largos de a rayas, espinilleras y una camiseta dentro de un par de pantalones cortos, sino de prendas azul oscuro y de un tamaño desproporcionado. “Nos amarraron como si fuéramos criminales; de los pies, de las manos y de la cintura. No podíamos ni caminar. Éramos completos criminales para ellos”, dijo Diego, emitiendo el dolor causado por una herida que todavía no ha sanado completamente. “Nos trataron casi como perros”.
Lucía, recordando el día en el que le permitieron visitar a sus hijos detenidos, describió el dolor y la indignación que sintió al verlos vestidos con uniforme de reclusos. “Los andaban como criminales, con ese uniforme”, dijo la madre desconsolada. “Para mi fue horrible, porque mis hijos nunca hicieron nada malo aquí”.
Diego y Lizandro estaban acostumbrados a enfrentar y revertir difíciles escenarios en el campo de juego, pero rápidamente se dieron cuenta que las probabilidades estaban en su contra en esta disputa por permanecer en los Estados Unidos; una que era dictada por árbitros vestidos con uniformes federales de color azul. Fue en este momento que los hermanos reconocieron que la vida se parecía mucho al fútbol; cuando las oportunidades son escasas, uno necesita idear una estrategia, y comprender a su vez que al final del día, cuando el árbitro pita el silbato final, puedes o no tener éxito. Y cuando las estrellas del equipo se encuentran incapaces de brillar, es en este instante que el estímulo del doceavo hombre, desde las tribunas, se vuelve indispensable. Estos leales y apasionados seguidores entregan un apoyo incondicional, buscando influenciar en el resultado de un partido del que no parecen tener control alguno; y Chino y Licha tenían muchos de ellos.
Poco después que los hermanos fueron detenidos, Katz indicó que presentó una solicitud para suspender la deportación, pero esta fue denegada casi de inmediato. Al enterarse de que su portaestandarte defensivo estaba en una celda, los compañeros de equipo y entrenadores de Lizandro en la academia de Bethesda Soccer Club tomaron medidas rápidas. Ney y los otros entrenadores llamaron a proveedores locales de servicios legales de inmigración buscando consejería y representación para los hermanos, mientras miembros del equipo, junto con la familia Claros y CASA de Maryland, organizaron una manifestación afuera de la sede del Departamento de Seguridad Nacional, o DHS, por sus siglas en inglés, en la Avenida Nebraska, para exigir la liberación de los jóvenes salvadoreños.
“Estás hablando de una persona que no ha hecho nada malo, excepto venir aquí cuando era un niño”, recalcó Ney, recordando los días cuando su equipo, formado principalmente por adolescentes estadounidenses de los pudientes suburbios de Washington, D.C., luchó incansablemente para traer a su amigo salvadoreño al lugar que creía que este pertenecía: en el campo, frente al guardameta, protegiendo la portería del Bethesda Soccer Club. “Estos niños, sus compañeros de equipo, se dieron cuenta de eso y se sintieron frustrados porque comprendieron que no era una amenaza. De hecho, él es un pieza importante; niños así ayudan a unir a nuestra comunidad”.
El otro equipo de los hermanos, el que trabajó implacablemente durante años para llevarlos a los Estados Unidos, también participó de manera activa. Al ver la profunda pena que la detención de Chino y Licha provocó en sus padres, especialmente en su entrañable madre, Fátima, ahora de 26 años, y Jonathan, ahora de 30 años, utilizaron su fluidez en el idioma de inglés, adaptación cultural y comprensión tecnológica para montar una improvisada y poderosa campaña de activismo con el objetivo de que sus hermanos permanecieran en los Estados Unidos.

Fátima, una mujer joven caracterizada por una conspicua tenacidad, valentía y amor por su familia, encabezó estas acciones para concientizar al público sobre la difícil situación de sus hermanos. Ella creó cuentas en las redes sociales que abogaban por la liberación de Chino y Licha, contactó a miembros del Congreso solicitando su apoyo y, junto a CASA de Maryland, organizó una segunda manifestación fuera de la sede del Departamento de Seguridad Nacional, logrando confirmar la asistencia de los dos senadores por Maryland, Chris Van Hollen (D) y Ben Cardin (D), y del veterano senador por Illinois Dick Durbin (D), uno de los legisladores que más ha luchado por implementar una ley que proteja a jóvenes indocumentados como Diego y Lizandro.
Sin embargo, la manifestación nunca se llevó a cabo.
En la mañana del martes 2 de agosto del 2017, mientras la familia se preparaba para conversar con los periodistas en la sede de CASA de Maryland, Jonathan dijo que recibió una llamada telefónica de un número desconocido. Fue Licha. “Hermano, habla con mi tia. Nos vamos a El Salvador”, le dijo un sereno Lizandro a su hermano mayor. “La mente se oscureció toda. No encontraba qué decir. Lo que hice fue llorar un poco”, Jonathan describió el momento grabado en su memoria, a tal punto que recuerda que dicha llamada se realizó a las 10:30 a.m.. Conmocionado y desolado, Jonathan tuvo que transmitir la noticia al resto del equipo. Para Lucía, el desconsuelo impregnado en el rostro de su hijo mayor fue todo lo que bastaba para darse cuenta de lo que ocurría: sus “hijos pequeños”, las razones por las que ella y su esposo dedicaron muchas horas de trabajo durante años, las dos columnas de su casa y fuentes de orgullo estaban siendo apartados de ella.
“Yo sentí que se me vino todo encima”, dijo la madre salvadoreña, sosteniendo sus manos cerca de su pecho. “¿Como pudieron destruir mi familia así, en tan poco tiempo?”
Mientras él y Diego abordaban el avión que los llevaría a El Salvador, Lizandro recuerda sentir una combinación de desconcierto y desesperación que desgarraba su esperanza. “Nunca pensamos que íbamos a ser deportados”, Licha dijo. “Era el último día que íbamos a estar en este país y no nos dieron la oportunidad de abrazar a nuestra familia”. Después de años de crecer en los Estados Unidos, los hermanos volvían a su país de origen, El Salvador, un recuerdo lejano compuesto en gran parte por los informes televisivos difundiendo contenido abastecido de violencia.
“Eran refugiados que venían de un país donde la violencia está ahora más fuerte que antes”, Jonathan dijo, detallando el derramamiento de sangre y la inseguridad que se ha infiltrado incluso en los aspectos más triviales de la sociedad salvadoreña, donde la lealtad de uno se cuestiona de forma rutinaria como si fuese una cuestión de vida o muerte. “Ahora hasta si andas con unos zapatos Nike o Adidas, te preguntan ‘¿de qué pandilla eres?’”
Este era el país al que se dirigían ambos hermanos. En el curso de cuatro días, en lo que su abogado catalogó como la deportación más rápida que ha presenciado, Lizandro pasó de estar muy cerca de concretar el sueño futbolístico y académico, a ser expulsado a una de las naciones más peligrosas del planeta. “Probablemente hubiera ido a una universidad de dos años y luego hubiera ganado una beca para una universidad de cuatro años”, dijo Ney, parado al costado de un campo de césped al norte del National Mall, donde cree que Lizandro debería estar haciendo lo que mejor sabe hacer: cerrar los espacios libres para los delanteros opositores. “Obviamente, convertirse en profesional es un juego de azar, pero al menos hubiera tenido la oportunidad”.

Para este técnico de voz pausada, pero apasionada; cuyo conocimiento de estrategias futbolísticas es conectado a su vez por una profunda comprensión del ámbito político estadounidense; la persona responsable de descarrilar los sueños de Lizandro trabaja desde el escritorio del Despacho Oval. “Puedes tuitear que estamos sacando a los pandilleros de este país, pero la evidencia anecdótica indica todo lo contrario”, señaló Ney, refiriéndose al presidente Donald Trump y su notorio e impenitente uso de Twitter para anunciar medidas de su administración, atacar a los medios de comunicación, criticar a sus detractores y, a menudo, pronunciar falsedades. “La ironía es sorprendente. Un niño que está tratando de ayudar a todos y luego está conectando a estos niños fuera del campo, ha hecho todo lo posible para tener éxito. Y luego llegas a esa cima, y la puerta se cierra debido a una política que es anticuada y cruel”.
Lizandro y Diego no habrían sido prioridad de deportación bajo la administración del Presidente Obama, que se centró principalmente en la deportación de inmigrantes indocumentados que pertenecían a pandillas, aquellos con delitos graves e individuos que presentaban amenazas a la seguridad nacional. Sin embargo, esto cambió después de que el Presidente Trump asumiera el cargo en enero del 2017. Después de emplear una política de rígidas medidas migratorias, incluyendo una promesa de construir un muro en la frontera con México, para alimentar su inesperado ascenso político, el ex magnate inmobiliario instruyó a su gobierno a aplicar de manera más agresiva las leyes de inmigración, emitiendo una orden ejecutiva a los agentes de DHS de deportar a cualquier inmigrante indocumentado con una ofensa criminal, semanas después de su toma presidencial.
En la era de Trump, los hermanos, quienes habían recibido una orden de deportación en el 2012, estaban bajo la lupa de ICE.
Cuando se le preguntó acerca de la deportación de los hermanos, ICE indicó que, desde 2016, oficiales habían dado instrucciones a Diego y Lizandro de comprar boletos y volver a El Salvador. Un vocero de la agencia agregó que de intentar ingresar ilegalmente al país en familia o como un menor de edad no acompañado, no protege a las personas de las leyes de inmigración de los Estados Unidos, citando el memorándum emitido en febrero del 2017 por el ex secretario del DHS John Kelly, ahora jefe de gabinete del Presidente, que proclamó que la agencia ya no “exentará a categorías de extranjeros de la posible aplicación de la ley”.
“Creo que es una política completamente equivocada e inhumana en nombre de un presidente y su administración, que es esencialmente antiinmigrante, y que constantemente lanza una retórica racista,” dijo Katz, quien agregó que la prontitud de la deportación de ambos hermanos le impidió tomar medidas para detenerla.
Cuando los dos hermanos y compañeros de defensa miraron por la ventana del avión que los llevaban a El Salvador, se despidieron de los Estados Unidos; el país donde creen que pertenecen, aquel donde Lizandro asistió a su fiesta de graduación, donde Diego compró su primer auto y el que una vez, los vio conquistar los campos de fútbol de Maryland con la ayuda de esa pasión electrizante de su familia que todavía se siente al cantar: “¡Dale Chino!” ¡Dale Licha!”
Fue entonces que esos recuerdos simples, pero preciosos; que ellos solían dar por hecho; se convirtieron en memorias dolorosas, de sueños desviados.
“Ese día quedaron atrás todos los sueños que tenía”, Lizandro dijo.
Chino y Licha volvieron a pisar suelo salvadoreño el 2 de agosto del 2017; año en que se registró 3.952 homicidios en el país centroamericano.
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Nota de los editores: Nuestra serie de dos partes Sueños Desviados relata la deportación de dos jóvenes hermanos y prospectos del fútbol salvadoreño, como también sus vidas después de haber sido obligados a abandonar su hogar en los suburbios de Maryland para regresar a El Salvador, plagado de violencia.